Mucha gente piensa que algunos usos animales son repugnantes por ser de naturaleza cruel como, por ejemplo, la tauromaquia y las peleas de perros. Hay quienes juzgan que vestir pieles exóticas es un símbolo de opulencia que perjudica a las especies salvajes, aunque es menos cuestionado consumir cuero. Sabemos que explotar animales provoca sufrimiento y muerte; pese a ello, existe una tendencia a creer que utilizarlos para comer, siempre que no haya maltrato, está justificado. De manera intuitiva reconocemos que algo en todo este asunto puede estar mal, pero ¿tenemos conciencia sobre lo que implica explotar a otro ser?
A menudo, la palabra explotación está asociada con ambientes deplorables y malos tratos hacia los trabajadores. Aún cuando dicha explotación pueda efectuarse bajo condiciones perniciosas, en realidad significa sacar utilidad de algo o alguien en provecho propio, es decir, utilizar a un ente como recurso. La explotación es entonces una forma de uso con la que obtenemos beneficios. Por ejemplo, usamos la tierra para plantar y cosechar alimentos; pero también utilizamos a las vacas para robarles la leche destinada a sus crías y convertirlas en carne. Sin embargo, a diferencia de la tierra, la vaca es un ser sintiente que valora su vida y tiene intereses tales como evitar la muerte, conservar su integridad física y mental, y vivir en libertad.
Cuando explotamos a seres con capacidad de sentir quiere decir que los tratamos como si fueran cosas, simples medios para lograr un fin. No los respetamos como individuos y sus intereses están subordinados a los intereses de su explotador. Así los obligamos a servir a nuestra voluntad en lugar de la suya; los sometemos para que con sus actos y su trabajo sirvan a nuestros fines en vez de a los suyos (Schopenhauer). Tal como aún millones de humanos son coaccionados para realizar trabajos forzosos, los demás animales afrontan el mismo destino: aquellos más corpulentos o que poseen mayor inteligencia (ej. cetáceos, simios, elefantes) son subyugados con ayuda de la fuerza física; a los más apacibles (ej. vacas, cerdos, perros) se les manipula con el objetivo, en ambos casos, de que obedezcan y nos sirvan (Luis Torres). Los animales son nuestros esclavos no sólo en materia legal, sino también moral.
La explotación animal se perpetúa mediante la difusión de artilugios y prejuicios transmitidos de generación en generación debido a la falsa creencia de que ciertos grupos existen para satisfacer las necesidades y los caprichos del grupo dominante. Antes creíamos que los negros habían sido hechos para servir a los blancos y las mujeres a los hombres, siempre aludiendo al mismo factor común: el presunto estatus de inferioridad de las víctimas. A medida que se desarrolla el progreso moral, estas ideas van quedando rezagadas como terribles pensamientos del tejido histórico. Los animales no escapan a esta dicotomía y son los principales explotados desde que nos proclamamos sus dueños, pero existen por sus propias razones así como cualquier humano.
Intentamos justificar la explotación animal reduciendo los intereses de los animales a una cuestión de bienestar y condenando sólo las formas en que se propicia. Dado que asociamos la explotación con sitios insalubres, maltratos y sufrimiento, no objetamos la práctica en sí misma: las etiquetas “libre pastoreo” o “libre de jaulas” son un clásico ejemplo de explotación y esclavitud con una supuesta mejora en sus condiciones; la cruza de animales en tiendas de “mascotas” y hogares es otro ejemplo de sometimiento. Nadie en sano juicio absolvería a un individuo que esclaviza a otros humanos apelando a una especie de explotación compasiva o de buen trato, sino reprobaríamos sus acciones considerándolas un crimen. No obstante, cuando hablamos de animales damos por hecho que la explotación puede ser ética, pero es injusta e inmoral no porque provoque sufrimiento, ocurra en entornos nocivos o haya actos de crueldad, sino porque utiliza a sujetos para aprovecharse de ellos.
Nos hemos dado a la ficción de concebir la explotación animal como honesta, beneficiosa y necesaria, pero no es una creencia distinta de las civilizaciones pasadas que esclavizaron humanos. Las industrias que promueven la explotación son aquellas que producen y venden pieles, carne, lácteos, huevos, miel; centros que extraen a los animales de sus hábitats para obtener beneficios con su confinamiento como los zoológicos, acuarios, circos y parques temáticos; laboratorios y farmacéuticas que experimentan con animales; pero también toda costumbre y tradición degradante como la tauromaquia, las peleas de gallos, el rodeo, las carreras de caballos o galgos, entre miles más. Asimismo se incluyen los usos individuales como la caza, pesca, crianza y “tenencia” irresponsable, y la domesticación. Cada vez que consumimos estos productos o incurrimos en sus actividades, estamos participando en la explotación y esclavitud de millones de seres sintientes.
Carecemos de un entendimiento sobre nuestra relación con los demás animales. Impulsamos campañas de bienestar y reformas legislativas encauzadas a mantener vigente el paradigma que no reconoce a los animales como individuos con valor propio e intereses dignos de respeto. Por ello, aplaudimos a las industrias que “mejoran” las condiciones de esclavitud. El veganismo busca abolir el estatus de propiedad de los animales y acabar con la explotación en tanto que el no veganismo refuerza una postura supremacista. La responsabilidad hacia los animales no recae sólo en el Estado, ni en los grandes corporativos u organizaciones animalistas, sino en cada uno de los miembros de la sociedad. La ética y la sensibilidad social juegan un papel más importante que las leyes. Mientras no cuestionemos el uso de animales, seguiremos creyendo que su explotación es legítima.