Me encanta cuando la gente dice que los veganos somos extremistas, radicales (en sentido negativo) y nos sentimos superiores. Irracionales por no entender que estamos en la cima de la cadena alimenticia, que tenemos colmillos para desgarrar como los grandes felinos, que somos más inteligentes, ¿y qué pasaría si quedáramos atrapados en una isla desierta con un cerdo? Aunque graciosas, entiendo las acusaciones. Después de todo, antes de conocer el veganismo yo misma veía el mundo desde otra lente. ¿No nos decían que era necesario comer carne, que tomar leche nos ayudaba a mantener huesos fuertes o que las idas al zoológico tenían fines educativos? Sé que cada argumento antivegano nace de la incomodidad, del temor a estar equivocados, de un supuesto despojo a las libertades personales. La ignorancia es una bendición hasta que nos damos cuenta de que hay víctimas del otro lado. Yo también tuve la dicha de no ser consciente.

Las calles polvorosas de Hermosillo, al mero norte de México, son las principales testigos de mi inconsciencia. El bulevar Navarrete tiene impresas mis rodadas a la una de la mañana para saciar el antojo de un burro de camarón. Los dogos de la Tutuli atesoran risas entrañables con amigos. Cualquier pretexto valía para echar carne al asador o ir a la 12 de Octubre por una taquiza con mis padres. Las noches de películas con mi hermana eran noches de pizza en una habitación refrigerada que nos guarecía de las ardientes oleadas del desierto. El licuado con leche entera que me preparaba mi Nana no tenía nada que envidiarle a las carnitas que llevaba mi Tata al desayuno de los domingos cuando íbamos de visita al pueblo. Comer animales toca fibras sensibles que atentan contra nuestros recuerdos, deseos y valores. Parece ser que la comida reconforta, guarda momentos inolvidables. ¿Acaso un platillo distinto no consuela, da alegría, ni crea nuevas memorias?

Comerlos no es la única injusticia a la que se enfrentan los animales no humanos. Aunque los circos y los zoológicos me parecían deprimentes, llegué a visitar algunos sin cuestionar el cautiverio. Tampoco tenía por costumbre vestir pieles, pero calcé algunos pares de zapatos. En una ocasión me subí a una carreta tirada por caballos y en otra asistí a un evento de charrería. A diferencia de los pequeños felinos, pensaba que los perros eran necios, sucios y poco inteligentes; pese a eso, tuve la intención de comprar un gato persa como quien adquiere un suéter nuevo. Nuestra concepción errónea sobre los animales nos arrulla en una cuna de abusos e indiferencia.

Tenemos la extraordinaria capacidad de ponernos en el lugar del otro, de crear un sentido de justicia y actuar en consecuencia. Asumí el veganismo no sólo como un deber moral, sino como una práctica de servicio desinteresado. Soy vegana porque comprendí que todos los animales merecen vivir libres; por ello, intento erradicar de mi mente los convencionalismos que me impidan conocerlos, aceptarlos por quienes son y otorgarles el respeto que les había negado.

No me siento moralmente superior a nadie, pero sí siento una profunda tristeza por todas las criaturas que son esclavizadas y explotadas cada segundo. Me parece desolador que pretendamos hacer de la justicia un asunto limitado; que la ética no sea suficiente para cambiar nuestras decisiones violentas; que causemos tanto daño por el placer que nos producen las cosas superfluas, el ansia de poder, la carne y los fluidos de los cuerpos animales, por miedo al cambio, la diferencia o lo desconocido. Me aflige haber contribuido a la normalización en que aún se refugia la inmensa mayoría para desvalorizar y reducir la vida animal a meros productos, pero me da esperanza saber que si yo pude cambiar de mentalidad, los demás también pueden hacerlo.

El objetivo del veganismo es liberar a los animales del dominio humano, por eso evito participar de aquello que impida a otros seres vivir bajo sus propios términos. No es algo que adopte porque me da provecho, aunque hay una sensación liberadora de las ataduras al autoengaño y los prejuicios. Ahora hay una conexión consciente entre mi corazón y mi cabeza. Si asumir un principio basado en el respeto y la justicia me hace extremista, “radical” y superior ante los ojos de la gente, entonces puedo decir con satisfacción que acepto ser esa fokin vegan.